martes, 31 de marzo de 2009

Economía irracional

Emplea el orden para aguardar el caos. Emplea la quietud para aguardar el clamor. Esto es ordenar el corazón-mente…No te enfrentes a estandartes bien ordenados. No ataques formaciones impresionantes. Esto es ordenar la transformación
Uno de los supuestos básicos sobre los que se asienta la Teoría Económica desde sus inicios es la racionalidad de los agentes. Es decir, los individuos y las empresas siguen un comportamiento coherente y no se alejan de esa coherencia bajo ninguna circunstancia: las empresas maximizan sus beneficios sujetas a su función de producción y los precios de los factores y los consumidores maximizan su utilidad sujetos a su restricción presupuestaria (nunca gastan más de lo que ingresan). Dicho en términos comprensibles para todos, un euro es un euro independientemente de en qué y en que circunstancia se gaste. Esta es la lógica que subyace en una ciencia que en sus últimos cien años ha tratado de seguir los caminos de la Física y buscar las leyes que controlan el movimiento de la economía bajo criterios, como decimos, de racionalidad.
Y sin embargo los españoles parecemos empeñados en crear una nueva Teoría Económica rompiendo ese supuesto. Porque es difícil encontrar un comportamiento más irracional que el de los consumidores de nuestro país en los últimos años.
Durante la época de bonanza en la que nos movimos en la última década un euro no era nada. Asimilamos el euro a las cien pesetas y así un café pasó a costar un euro, los menús de mil pesetas fueron sustituidos por los de diez euros, y los vehículos de menos de veinte mil euros (cerca de tres millones y medio de pesetas) pasaron a ser los “utilitarios”, con una demanda restringida a aquellos que no podían acceder a coches de verdad. Y esto por no citar la vivienda, donde la asimilación euro/peseta provocó unos crecimientos exponenciales de los precios, que llegaron a estar a más de seis mil euros el metro cuadrado (un millón de pesetas) en muchas zonas de Madrid, Barcelona o San Sebastián (en este último caso el metro cuadrado cerca de la Concha estuvo próximo a los quince mil euros). En definitiva, gracias al rápido crecimiento de nuestra economía y al cambio de moneda un euro dejó de valer 166 pesetas, y pasó a representar algo menos de 100 en un período muy corto.
Pero las cosas cambiaron tras las elecciones de marzo de 2008. A partir de ese momento fuimos conscientes de que la crisis que el Presidente se negaba a nombrar nos afectaba gravemente. Primero nos entró desconfianza, luego miedo y finalmente pánico. Y un euro pasó a valer muchísimo. Gastar un euro se convirtió en una heroicidad, y dejamos de comprar viviendas, coches,… e incluso cosas mucho más habituales y necesarias entraron en nuestra “política de ahorro”: economizamos en la comida, el vestido, en tomar café,… El consumo se desplomó y con él algunos precios –como el de la vivienda, generando pérdidas en la riqueza-, lo que incrementó el pánico.
Pero ¿qué ha cambiado realmente para que hayamos pasado de una situación de júbilo a una depresión económica? Pues mucho y poco. Mucho porque es obvio que la situación general ha empeorado sustancialmente; y poco porque, sin embargo, la particular de una gran parte de la población no ha variado nada, incluso si nos apuran ha mejorado.
Es evidente que para más de un millón y medio de personas la situación ha empeorado sustancialmente, porque han pasado de tener una actividad remunerada a estar en el paro. Tampoco les va mejor a muchos pequeños empresarios y autónomos, a los que la caída de la demanda y las restricciones del crédito están poniendo en serias dificultades de supervivencia. En su caso las reducciones en el consumo están más que justificadas, y nadie puede pedirles que dediquen al consumo unas rentas que se han reducido en porcentajes muy relevantes.
Pero existe otro colectivo, que representa una parte muy importante de nuestra sociedad, que no ha visto variar su situación ni un ápice, e incluso si nos apuran ha mejorado. Funcionarios, jubilados, personas con un empleo fijo y con contrato indefinido perciben los mismos ingresos que antes de la crisis, por lo que su capacidad de gasto permanece incólume. Pero es que, además, están encontrado oportunidades y precios que antes del verano de 2007 resultaban increíbles: viajes a precios de ganga, viviendas que han reducido su valor a la mitad, grandes ofertas en vehículos o grandes superficies cuya publicidad muestra bajadas sustanciales de precios,... Y sin embargo este grupo también se ha sumado a esa corriente de pánico y ha restringido su consumo hasta límites inverosímiles.
La economía española está envuelta en una espiral de irracionalidad que amenaza con llevarse todo por delante. Porque si aquellos que no pueden no consumen, y si tampoco lo hacen los que sí tienen capacidad de gasto, nos vamos a encontrar en un callejón sin salida. En la actualidad el único que aporta demanda es el sector público y su contribución es limitada y ya está amenazada por las reglas de control de gasto que trata de imponer, en buena lógica, la Unión Europea.
En definitiva, volvamos a la racionalidad. Es cierto que la situación general está muy complicada, pero no es catastrófica: ni las pensiones ni los sueldos de los funcionarios se van a dejar de pagar, ni todos los que forman parte del sector privado se van a ir al paro. Aquellos que pueden tienen la obligación de consumir, no con la alegría de años anteriores, controlando en qué y por qué se gasta, pero gastando. Esa ha de ser una parte fundamental de su contribución a salir de esta crisis.

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