El Tao hace que los soldados tengan el mismo propósito que su superior. De este modo llegarán a morir con él, a vivir con él y a no engañarlo.
Érase que se era un país sin bandera. Los motivos hay que buscarlos en su historia: durante cuarenta años un general bajito y con bigote la secuestró para justificar bajo ella sus fines. Y como estos eran represivos la gran mayoría de los ciudadanos de ese país la dejaron de honrar.
Cuando el general murió y vino la democracia la bandera no recuperó ese lugar privilegiado que todo símbolo que identifica a un país debe tener. Los motivos fueron varios: los nostálgicos del viejo régimen trataron de seguir apoderándose de ella, dándole un significado político de ultraderecha; las Comunidades Autónomas la tomaron como referencia de la opresión que habían sufrido, pasando a representar ella y Madrid el enemigo centralista que había cercenado sus libertades. Así las banderas de las Comunidades representaban el progresismo por oposición a la española que era un símbolo retrógrado –y CiU, el PNV o esos que matan a todos los que no opinan igual que ellos eran progresistas y los de Madrid unos fachas independientemente de su ideología política (sic)-; los que perdieron la guerra se convirtieron en sus ganadores “morales” y no querían saber nada de la bandera contra la que lucharon; y la izquierda también la abandonó para evitar cualquier identificación con tiempos pasados. El resultado: la “enseña nacional” pasó a ser un símbolo escondido/enterrado, como la Excalibur de Arturo.
Pero con el paso del tiempo una nueva generación que no tenía ninguna de esas limitaciones históricas fue creciendo. Y además, algo con lo que nadie contaba apareció: la Roja.
El deporte ya había dado muestras de la importancia de un país identificado fuera en su conjunto como España, y nuestros deportistas –nunca se sabrá de dónde surgen con el poco apoyo que tiene el deporte en general en este país- comenzaron a ondear nuestra bandera por todo el mundo: Nadal, Fernando Alonso, el equipo de baloncesto y su “soy español, español”… y antes que nadie los motoristas que hacían sonar el himno cada semana.
El auténtico “cambio de pie” se dio cuando, rompiendo el fatalismo histórico que nos caracteriza a los celtibéricos, la Roja ganó el campeonato de Europa de fútbol. En ese momento esa generación no lastrada por complejos guerracivilistas se echó a la calle enarbolando un símbolo de identidad común: la bandera española. Una nueva lección práctica a los políticos que deberían aprender de la sensatez de los ciudadanos de a pie.
Un principio del buen marketing establece los cuatro pasos que hay que seguir para diseñar una buena marca: en primer lugar crear una cierta categoría social o aludir a ella –por ejemplo ser español-; a continuación hacer que los consumidores lleguen a aplicarse la etiqueta: “yo soy español”; persuadirlos de que etiquetarse como “ser español” proporciona una experiencia positiva –ser del país campeón de Europa-; y finalmente mostrar que se puede tener una experiencia positiva consumiendo la marca creada: la marca “España” nos identifica como aventajados en el deporte a todos y cada uno de los españoles, aunque nunca nos hayamos movido del sillón. Como se puede ver, la marca España ha conseguido reunir todos lo requisitos para el éxito.
Está claro que, independientemente de cuestiones políticas y sociales, la recuperación de la bandera de España como símbolo de identidad supone también la reimplantación de una marca con un pasado de prestigio internacional, como mínimo en las artes y el turismo, al que ahora se añade su relevancia en el deporte. Y tener una buena marca es incluso mejor que tener un buen producto (que se lo pregunten al Reino Unido o a Harley Davidson).
Por ello, bienvenida la marca España, con su bandera como logo, y gracias al fútbol y a sus seguidores por una recuperación que beneficia a todos. Ahora sólo queda utilizarla como lo que es: una herramienta fantástica de marketing emocional tanto dentro como fuera de nuestro país.
Érase que se era un país sin bandera. Los motivos hay que buscarlos en su historia: durante cuarenta años un general bajito y con bigote la secuestró para justificar bajo ella sus fines. Y como estos eran represivos la gran mayoría de los ciudadanos de ese país la dejaron de honrar.
Cuando el general murió y vino la democracia la bandera no recuperó ese lugar privilegiado que todo símbolo que identifica a un país debe tener. Los motivos fueron varios: los nostálgicos del viejo régimen trataron de seguir apoderándose de ella, dándole un significado político de ultraderecha; las Comunidades Autónomas la tomaron como referencia de la opresión que habían sufrido, pasando a representar ella y Madrid el enemigo centralista que había cercenado sus libertades. Así las banderas de las Comunidades representaban el progresismo por oposición a la española que era un símbolo retrógrado –y CiU, el PNV o esos que matan a todos los que no opinan igual que ellos eran progresistas y los de Madrid unos fachas independientemente de su ideología política (sic)-; los que perdieron la guerra se convirtieron en sus ganadores “morales” y no querían saber nada de la bandera contra la que lucharon; y la izquierda también la abandonó para evitar cualquier identificación con tiempos pasados. El resultado: la “enseña nacional” pasó a ser un símbolo escondido/enterrado, como la Excalibur de Arturo.
Pero con el paso del tiempo una nueva generación que no tenía ninguna de esas limitaciones históricas fue creciendo. Y además, algo con lo que nadie contaba apareció: la Roja.
El deporte ya había dado muestras de la importancia de un país identificado fuera en su conjunto como España, y nuestros deportistas –nunca se sabrá de dónde surgen con el poco apoyo que tiene el deporte en general en este país- comenzaron a ondear nuestra bandera por todo el mundo: Nadal, Fernando Alonso, el equipo de baloncesto y su “soy español, español”… y antes que nadie los motoristas que hacían sonar el himno cada semana.
El auténtico “cambio de pie” se dio cuando, rompiendo el fatalismo histórico que nos caracteriza a los celtibéricos, la Roja ganó el campeonato de Europa de fútbol. En ese momento esa generación no lastrada por complejos guerracivilistas se echó a la calle enarbolando un símbolo de identidad común: la bandera española. Una nueva lección práctica a los políticos que deberían aprender de la sensatez de los ciudadanos de a pie.
Un principio del buen marketing establece los cuatro pasos que hay que seguir para diseñar una buena marca: en primer lugar crear una cierta categoría social o aludir a ella –por ejemplo ser español-; a continuación hacer que los consumidores lleguen a aplicarse la etiqueta: “yo soy español”; persuadirlos de que etiquetarse como “ser español” proporciona una experiencia positiva –ser del país campeón de Europa-; y finalmente mostrar que se puede tener una experiencia positiva consumiendo la marca creada: la marca “España” nos identifica como aventajados en el deporte a todos y cada uno de los españoles, aunque nunca nos hayamos movido del sillón. Como se puede ver, la marca España ha conseguido reunir todos lo requisitos para el éxito.
Está claro que, independientemente de cuestiones políticas y sociales, la recuperación de la bandera de España como símbolo de identidad supone también la reimplantación de una marca con un pasado de prestigio internacional, como mínimo en las artes y el turismo, al que ahora se añade su relevancia en el deporte. Y tener una buena marca es incluso mejor que tener un buen producto (que se lo pregunten al Reino Unido o a Harley Davidson).
Por ello, bienvenida la marca España, con su bandera como logo, y gracias al fútbol y a sus seguidores por una recuperación que beneficia a todos. Ahora sólo queda utilizarla como lo que es: una herramienta fantástica de marketing emocional tanto dentro como fuera de nuestro país.
© José L. Calvo y José a. Martínez